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2 de noviembre de 2014

Un Día de Muertos

Yo no entiendo a aquella gente que le teme a la muerte. Lo puedes observar en la televisión y el cine, en revistas, videojuegos, prácticamente en todos lados, las personas le temen a la muerte y a quienes ya murieron. Le hacen creer a la gente que una persona muerta que regresa, lo hace para causar mal, para espantar y lastimar, ¿por qué? ¿Por qué tienen esa idea tan pesimista?

Hace siglos, la muerte era respetada, era entendida y aceptada. Podías ver a los niños aceptando la muerte de un familiar o un amigo y tratando de alegrarse por la persona, que ya “descansa”. Todas las culturas llegaron a ese punto, sin embargo, algo pervirtió este entendimiento, algo o alguien decidió que era mejor que se le tuviera miedo y surgieron los fantasmas, los poltergeist, las zombis, las yuka-ona, las aparecidas, como quiera que en la cultura se le llame. Ese dolor se volvió terror y miedo, las fiestas para recordarlos se convirtieron en ritos para ahuyentarlos.

Yo no entiendo a las personas. Me temen, me tratan de ahuyentar y finalmente, cuando los he alcanzado, lloran, ruegan y suplican que no los tome bajo mi manto. ¿Por qué? ¿Acaso cuando dicen que ya están cansados, solo mienten? ¿Cuándo ruegan ya no sentir dolor, pero a la vez me miran con horror, es que tratan de pedirme mi trabajo a medias? Mi labor es única, soy la única que puede cumplirla y la única que puede llevarlos al descanso total. No importa tu cultura o religión en mis terrenos vas a terminar.

Humanos… No los entiendo de verdad, a veces son risibles, me prometen dinero, joyas o cosas a cambio de no tomarlos. ¿Para que querría yo eso? En mis tierras no existen las tiendas, no hay hambre que satisfacer, sed que aqueje o frio que corroa. No, la realidad es más sencilla, pero los humanos necios ya no quieren aceptarla. Hacen cada día mi deber más complicado, ya no acudo inmediatamente a las llamadas, pues cuando lo hago, suelen retener a la persona. Pero, ¿para qué? ¿A qué precio mantienen vivo a alguien? ¿Acaso el hecho de que esa persona ya no pueda hablar, moverse, sonreír o llorar, pero siga latiendo su corazón mientras yace en una cama de hospital, los tranquiliza?

No lo comprendo. Los humanos me llaman a gritos en las guerras y en las hambrunas, pero cuando llego, me suplican que me vaya. No puedo agotarme, no sé cómo enojarme con ellos, pero tampoco sé tener piedad o entender sus suplicas. Yo no cargo una guadaña, no llevo un cuchillo o algo con que lastimar más su cuerpo. Soy simplemente yo y mi gran capa, donde los acojo a todos para siempre. Solo tengo permitido liberarlos una vez cada año humano, yo pierdo la cuenta, pues los días, meses y años no significan nada para mí. Pero son ellas, las personas que conmigo están, quienes ávidamente me suplican que los deje salir ese día. Lo hago, mas nunca los he seguido, me suplican no hacerlo, no quieren que este cercar de quienes los llaman. Nunca he entendido eso, no voy a llevarme conmigo a quien no debo, mi horario es estricto, soy más puntual que cualquier maquinista de tren o relojero del planeta. Mi llegada nunca es tardía, pero tampoco es temprana, es en el momento justo en que debo de llegar.

Anoche seguí a una de las personas que hace tiempo cogí bajo mi manto, la seguí hasta su antigua morada, hasta la mesa con quien fue su familia. Siguió un camino que parecía iluminado solo para ella, pequeñas gotitas naranjas que brillaban en el suelo, y al llegar, se sentó frente a la mesa, como cualquier persona que llega de su trabajo. Sus hijos y su pareja estaban sentados alrededor desde antes, mirando expectantes la silla y con un reloj en la mesa. Miré la escena desde una ventana y seguía sin comprender, ¿qué hacía? ¿Solo para eso querían salir? Si querían ver a su familia reunida, podía ser cualquier fecha, ¿por qué tenía que ser ese día como tal? Sin embargo, miré con atención, esperando a que pasara algo.

Justo a las doce de la tarde, los niños y el adulto se levantaron de sus asientos, corrieron a los gabinetes y a la cocina. El mayor regresaba cargando cajas vacías, fotos apiladas y veladoras; el pequeño corría con papeles de colores en las manos, los cerillos encima y un periódico enrollado bajo el brazo. Mientras tanto el adulto comenzó a servir comida, filetes de carne por aquí, ensaladas por allá, fruta a raudales y dulces como para llenar a sus hijos y vecinos. Comenzaron a apilar las cosas de una manera que para mí era incomprensible, colocaban las cajas por un lado, las cubrían con aquellos papeles de colores y ponían encima las veladoras. Ponían después las fotos que traían consigo y poco a poco, llegaron más de mis acompañantes eternos, entraban, alegres, platicando entre ellos y sonriendo. Se sentaban en la sala, alrededor de los vivos y miraban la escena igual que yo.

La familia seguía, colocaba juguetes, cigarrillos, botellas de licor, aguas de frutas, jugos, el periódico en el centro, un libro muy viejo y gastado a su lado, una pequeña libreta con un lápiz en otra parte. Finalmente, el adulto sirvió otros tres pequeños platos, más sencillos, pequeños, con los sobrantes del festín preparado y los colocó en la mesa frente a sus hijos y sí mismo. Sonrieron y comenzaron a comer de ahí.

La escena era más que extraña para mí. ¿Sirvieron tal festín para dejarlo apilado? ¿Qué sentido tenía eso para los vivos? ¿Y los muertos que hacían ahí reunidos? Finalmente decidí entrar, pues mi curiosidad era mayor que mi anhelo de evitar confrontaciones. Al entrar por el portal, varios de mis acompañantes se sorprendieron, otros más se asustaron y algunos expresaron su enojo contra mí. Pero, el que había entrado primero, me tomó de una manga y me atrajo hacía la mesa.
-Tu siempre preguntaste porque queríamos regresar en esta fecha, ¿verdad?-. Asentí levemente.
-Es por esto, nuestras familias nos recuerdan así. Con un banquete de aquello que disfrutábamos en vida, recordándonos nuestras pasiones como el libro favorito o ese periódico que cada día comprábamos sin falta. Colocan esos pétalos de flores a fuera de la casa con la esperanza de que no nos perdamos al venir y las veladoras son para alumbrarnos la noche, cuando ellos suban a dormir y nosotros sigamos aquí. Esto es el Día de Muertos que celebra nuestra cultura, tomamos la esencia de lo que nos ponen, tratamos de jugar con lo que nos han colocado y hacemos el intento inútil de tocar nuestros anhelados objetos personales. Sabemos que no necesitamos comer o beber, que no hay frío ni calor contigo y que nunca estamos solos. Pero es hoy, solo hoy, cuando mi familia hace esto por nosotros y podemos recordar los sabores que en vida tanto gozamos, aquellos aromas que ya no hay al otro lado y, sobre todo, la calidez de sentirse en un hogar.

Miré alrededor, mis compañeros pasaban cerca de los platos, con una mano hacían como que tomaban los alimentos y se llevaban la mano vacía a la boca, haciendo una expresión de gozo y deleite. No lo entendía, no podía entenderlo.
-La gente me tiene miedo, ¿por qué a ustedes no?
-Porque tú eres la primera y única que nos lleva consigo, no te conocieron y no saben quién eres. Nosotros los amamos y ellos nos amaron a nosotros, por eso hacen esto y nos recuerdan así. No lo sé en otras tierras, pero aquí, así es como se hace.

La escena era un cuadro más que curioso, muertos por un lado y vivos por el otro, charlando, conviviendo como si estuvieran en el mismo plano. Salí de aquel hogar, y regresé a mis dominios, a esperar pacientemente a que mi reloj marcara de nuevo mi labor.

Y aun así, seguía preguntándome la utilidad de todo aquello que vi, la comida, los aromas y el ambiente, eran únicos y especiales, tanto así llamaron mi atención. Finalmente, mis compañeros regresaron a la hora prometida, veinticuatro horas después de que habían partido. Cada uno desfilaba de regreso, charlando, bromeando y riendo entre ellos. Yo los miraba pasar sin saber que hacer o que decir al grupo del final, el grupo que yo había seguido. Todos pasaron, algunos sin mirarme y otros diciendo un “regresamos bien” entre risas de los demás. Al final, venía quien me había hablado frente a la ofrenda montada y traía a una pequeña niña tomada de la mano. La pequeña tenía la otra mano cerrada, como si sujetara un cordón invisible. “Regresamos” me dijo el adulto y asentí al dejarlo pasar, la niña lo siguió, pero antes de atravesar completamente me tendió su pequeña mano y pronunció: “Le he traído esto, espero le guste”. Colocó so mano dentro de la mía y la abrió. Al instante sentí un leve calor en mi palma la cual cerré para evitar que escapara. La pequeña sonrió de nuevo y entró sin mirar atrás. Olí mi puño y un aroma dulce llegó a mí. Introduje ese aire en mi boca, y un leve cosquilleo inundo dentro de mí ser, percibí aquel sabor que mencionaban, esa alegría que vi al entrar en aquel hogar y el esfuerzo de los vivos.


Finalmente, esa víspera de Día de Muertos, Entendí.
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