Yo
no entiendo a aquella gente que le teme a la muerte. Lo puedes observar en la
televisión y el cine, en revistas, videojuegos, prácticamente en todos lados,
las personas le temen a la muerte y a quienes ya murieron. Le hacen creer a la
gente que una persona muerta que regresa, lo hace para causar mal, para
espantar y lastimar, ¿por qué? ¿Por qué tienen esa idea tan pesimista?
Hace
siglos, la muerte era respetada, era entendida y aceptada. Podías ver a los
niños aceptando la muerte de un familiar o un amigo y tratando de alegrarse por
la persona, que ya “descansa”. Todas las culturas llegaron a ese punto, sin
embargo, algo pervirtió este entendimiento, algo o alguien decidió que era
mejor que se le tuviera miedo y surgieron los fantasmas, los poltergeist, las
zombis, las yuka-ona, las aparecidas, como quiera que en la cultura se le
llame. Ese dolor se volvió terror y miedo, las fiestas para recordarlos se
convirtieron en ritos para ahuyentarlos.
Yo
no entiendo a las personas. Me temen, me tratan de ahuyentar y finalmente,
cuando los he alcanzado, lloran, ruegan y suplican que no los tome bajo mi
manto. ¿Por qué? ¿Acaso cuando dicen que ya están cansados, solo mienten? ¿Cuándo
ruegan ya no sentir dolor, pero a la vez me miran con horror, es que tratan de
pedirme mi trabajo a medias? Mi labor es única, soy la única que puede
cumplirla y la única que puede llevarlos al descanso total. No importa tu
cultura o religión en mis terrenos vas a terminar.
Humanos…
No los entiendo de verdad, a veces son risibles, me prometen dinero, joyas o
cosas a cambio de no tomarlos. ¿Para que querría yo eso? En mis tierras no
existen las tiendas, no hay hambre que satisfacer, sed que aqueje o frio que
corroa. No, la realidad es más sencilla, pero los humanos necios ya no quieren
aceptarla. Hacen cada día mi deber más complicado, ya no acudo inmediatamente a
las llamadas, pues cuando lo hago, suelen retener a la persona. Pero, ¿para
qué? ¿A qué precio mantienen vivo a alguien? ¿Acaso el hecho de que esa persona
ya no pueda hablar, moverse, sonreír o llorar, pero siga latiendo su corazón
mientras yace en una cama de hospital, los tranquiliza?
No
lo comprendo. Los humanos me llaman a gritos en las guerras y en las hambrunas,
pero cuando llego, me suplican que me vaya. No puedo agotarme, no sé cómo
enojarme con ellos, pero tampoco sé tener piedad o entender sus suplicas. Yo no
cargo una guadaña, no llevo un cuchillo o algo con que lastimar más su cuerpo.
Soy simplemente yo y mi gran capa, donde los acojo a todos para siempre. Solo
tengo permitido liberarlos una vez cada año humano, yo pierdo la cuenta, pues
los días, meses y años no significan nada para mí. Pero son ellas, las personas
que conmigo están, quienes ávidamente me suplican que los deje salir ese día.
Lo hago, mas nunca los he seguido, me suplican no hacerlo, no quieren que este cercar
de quienes los llaman. Nunca he entendido eso, no voy a llevarme conmigo a
quien no debo, mi horario es estricto, soy más puntual que cualquier maquinista
de tren o relojero del planeta. Mi llegada nunca es tardía, pero tampoco es
temprana, es en el momento justo en que debo de llegar.
Anoche
seguí a una de las personas que hace tiempo cogí bajo mi manto, la seguí hasta
su antigua morada, hasta la mesa con quien fue su familia. Siguió un camino que
parecía iluminado solo para ella, pequeñas gotitas naranjas que brillaban en el
suelo, y al llegar, se sentó frente a la mesa, como cualquier persona que llega
de su trabajo. Sus hijos y su pareja estaban sentados alrededor desde antes,
mirando expectantes la silla y con un reloj en la mesa. Miré la escena desde
una ventana y seguía sin comprender, ¿qué hacía? ¿Solo para eso querían salir?
Si querían ver a su familia reunida, podía ser cualquier fecha, ¿por qué tenía
que ser ese día como tal? Sin embargo, miré con atención, esperando a que
pasara algo.
Justo
a las doce de la tarde, los niños y el adulto se levantaron de sus asientos,
corrieron a los gabinetes y a la cocina. El mayor regresaba cargando cajas vacías,
fotos apiladas y veladoras; el pequeño corría con papeles de colores en las
manos, los cerillos encima y un periódico enrollado bajo el brazo. Mientras
tanto el adulto comenzó a servir comida, filetes de carne por aquí, ensaladas
por allá, fruta a raudales y dulces como para llenar a sus hijos y vecinos.
Comenzaron a apilar las cosas de una manera que para mí era incomprensible,
colocaban las cajas por un lado, las cubrían con aquellos papeles de colores y
ponían encima las veladoras. Ponían después las fotos que traían consigo y poco
a poco, llegaron más de mis acompañantes eternos, entraban, alegres, platicando
entre ellos y sonriendo. Se sentaban en la sala, alrededor de los vivos y miraban
la escena igual que yo.
La
familia seguía, colocaba juguetes, cigarrillos, botellas de licor, aguas de
frutas, jugos, el periódico en el centro, un libro muy viejo y gastado a su
lado, una pequeña libreta con un lápiz en otra parte. Finalmente, el adulto
sirvió otros tres pequeños platos, más sencillos, pequeños, con los sobrantes
del festín preparado y los colocó en la mesa frente a sus hijos y sí mismo. Sonrieron
y comenzaron a comer de ahí.
La
escena era más que extraña para mí. ¿Sirvieron tal festín para dejarlo apilado?
¿Qué sentido tenía eso para los vivos? ¿Y los muertos que hacían ahí reunidos?
Finalmente decidí entrar, pues mi curiosidad era mayor que mi anhelo de evitar
confrontaciones. Al entrar por el portal, varios de mis acompañantes se
sorprendieron, otros más se asustaron y algunos expresaron su enojo contra mí.
Pero, el que había entrado primero, me tomó de una manga y me atrajo hacía la
mesa.
-Tu
siempre preguntaste porque queríamos regresar en esta fecha, ¿verdad?-. Asentí
levemente.
-Es
por esto, nuestras familias nos recuerdan así. Con un banquete de aquello que disfrutábamos
en vida, recordándonos nuestras pasiones como el libro favorito o ese periódico
que cada día comprábamos sin falta. Colocan esos pétalos de flores a fuera de
la casa con la esperanza de que no nos perdamos al venir y las veladoras son
para alumbrarnos la noche, cuando ellos suban a dormir y nosotros sigamos aquí.
Esto es el Día de Muertos que celebra nuestra cultura, tomamos la esencia de lo
que nos ponen, tratamos de jugar con lo que nos han colocado y hacemos el
intento inútil de tocar nuestros anhelados objetos personales. Sabemos que no
necesitamos comer o beber, que no hay frío ni calor contigo y que nunca estamos
solos. Pero es hoy, solo hoy, cuando mi familia hace esto por nosotros y
podemos recordar los sabores que en vida tanto gozamos, aquellos aromas que ya
no hay al otro lado y, sobre todo, la calidez de sentirse en un hogar.
Miré
alrededor, mis compañeros pasaban cerca de los platos, con una mano hacían como
que tomaban los alimentos y se llevaban la mano vacía a la boca, haciendo una
expresión de gozo y deleite. No lo entendía, no podía entenderlo.
-La
gente me tiene miedo, ¿por qué a ustedes no?
-Porque
tú eres la primera y única que nos lleva consigo, no te conocieron y no saben quién
eres. Nosotros los amamos y ellos nos amaron a nosotros, por eso hacen esto y
nos recuerdan así. No lo sé en otras tierras, pero aquí, así es como se hace.
La
escena era un cuadro más que curioso, muertos por un lado y vivos por el otro,
charlando, conviviendo como si estuvieran en el mismo plano. Salí de aquel
hogar, y regresé a mis dominios, a esperar pacientemente a que mi reloj marcara
de nuevo mi labor.
Y aun así, seguía preguntándome la utilidad de todo aquello
que vi, la comida, los aromas y el ambiente, eran únicos y especiales, tanto
así llamaron mi atención. Finalmente, mis compañeros regresaron a la hora
prometida, veinticuatro horas después de que habían partido. Cada uno desfilaba
de regreso, charlando, bromeando y riendo entre ellos. Yo los miraba pasar sin
saber que hacer o que decir al grupo del final, el grupo que yo había seguido.
Todos pasaron, algunos sin mirarme y otros diciendo un “regresamos bien” entre risas
de los demás. Al final, venía quien me había hablado frente a la ofrenda
montada y traía a una pequeña niña tomada de la mano. La pequeña tenía la otra
mano cerrada, como si sujetara un cordón invisible. “Regresamos” me dijo el
adulto y asentí al dejarlo pasar, la niña lo siguió, pero antes de atravesar completamente
me tendió su pequeña mano y pronunció: “Le he traído esto, espero le guste”. Colocó
so mano dentro de la mía y la abrió. Al instante sentí un leve calor en mi
palma la cual cerré para evitar que escapara. La pequeña sonrió de nuevo y
entró sin mirar atrás. Olí mi puño y un aroma dulce llegó a mí. Introduje ese
aire en mi boca, y un leve cosquilleo inundo dentro de mí ser, percibí aquel
sabor que mencionaban, esa alegría que vi al entrar en aquel hogar y el
esfuerzo de los vivos.
Finalmente,
esa víspera de Día de Muertos, Entendí.