En todo el campo flotaba
una fantasmal neblina grisácea y densa. Los árboles, vallas y pequeñas casas
campiranas estaban completamente cubiertas dejando ver solo una sombría imagen
difuminada en la distancia.
Alonso caminaba
torpemente por el campo tropezando con las madrigueras de animales y fallas del
terreno. No sabía que encontraría al final de ese arduo camino, pero estaba
seguro de que necesitaba terminarlo. Buscó en su bolsillo de la chaqueta
aquella foto amarillenta y maltratada en la cual se veía aun el rostro de una hermosa
joven, quizá de unos dieciocho o diecinueve años que sonreía ligeramente, con
los ojos entrecerrados y un gesto tierno y compasivo en la boca.
Alonso no pudo evitar sonreír
al ver la imagen, ¿Cuánto tiempo habría pasado desde esa foto? ¿Unos tres años?
Recordaba muchas épocas de frío, pero eso ya no significaba nada, había estado
en tantas partes del mundo que los inviernos ya no significaban el final de un
año.
Él siempre vio la
guerra como algo despiadado hecho solo con fines de más poder y más dinero. Pero,
sí esa era su visión de la guerra ¿Por qué se había enlistado entonces? Solo
por un ideal, hacer todo lo posible por detenerla antes de que tocara su
patria, antes de que llegara a su ciudad, evitar que destruyera su hogar.
Ahora, deambulando por
las afueras de su amada ciudad, viendo la neblina gris que flotaba con una
perturbadora tranquilidad sobre la tierra llevando consigo un olor a muerte y
podredumbre mezclado con pólvora y tierra, se dio cuenta de que había fallado,
el enemigo no solo ganó, sino que arrasó con todo.
Estaba entrando ya en
las inmediaciones y uno a uno, como fieles testigos maltratados y humillados,
los edificios tomaban forma frente Alonso. Pasó bajo un puente peatonal
colapsado a la mitad, miró los restos de esa construcción unos momentos. Los
fragmentos de cemento y metal habían caído sobre los vehículos que trataban de
escapar del lugar, podía ver un auto que había sido partido a la mitad, otro
que estaba completamente destrozado y revuelto bajo la roca y un tercero solo
con la defensa delantera rota y las llantas destrozadas. Un ligero rayo de sol
se dejó ver entre las gruesas nubes y la densa niebla, cayendo sobre las puertas
abiertas del auto azul eléctrico, de interiores de piel y asientos acolchados.
De pronto, tan pronto como el rayo surgió, se volvió a apagar. Dejando todo de
nuevo con ese mortecino color grisáceo sobre todo lo que Alonso lograba divisar.
Los departamentos, los
almacenes y las oficinas. Todo estaba cayéndose a pedazos, desquebrajándose el
metal debilitado bajo el incesante peso del cemento solido. ¿Cuántas personas
habrán escapado? ¿La alarma habrá sonado antes de que el enemigo llegara?
Alonso sonrió con pesar en su interior, esas preguntas jamás tendrían
respuesta, las bocinas y los focos de
emergencia que estaban en los postes más altos ahora colgaban graciosamente,
siendo balanceados por el suave viento que parecía emitir una leve pero
constante burla a los sentimientos de Alonso. Seguía caminando como un autómata
por las calles oscurecidas. Su cuerpo lo llevaba a donde él quería ir, sin
importar que el dueño del cuerpo no se diera cuenta de lo que hacía, los pies seguían
avanzando, giraban en una calle, bajaban por otra y seguían de frente hasta
otra intersección.
Alonso solo veía restos
de edificios, todos le traían a la cabeza un recuerdo diferente. Aquellas
oficinas de altos ventanales y puertas macizas que fueron testigos de su primer
beso, ahora ya no eran más que vestigios rocosos de un edificio imponente, las
grandes puertas principales de madera oscura y fuerte yacían en el piso en
forma de astillas, trozos chamuscados de una belleza perdida; los ventanales
que cubrían todo el edificio se habían quebrado en tantos pedazos y tan minúsculos
que ya no quedaba rastro de ellos en el suelo, volaban de un lado al otro
arrastrados por el viento, mientras el edificio crujía de vez en cuando al ceder
una varilla de metal bajo el peso del cemento.
Al otro lado de la
calle se veía un pequeño edificio aplastado por otro, pero aun era reconocible
su oscura silueta entre el denso aire oscuro. Era una cafetería pequeña y
acogedora, donde todo el tiempo había gente en movimiento sirviendo tazas y
copas; siempre salía un dulce aroma de pan recién horneado mezclado con el
amargo café y el agrio aroma del alcohol que también se servía en mínimas
porciones; las hermosas mesas tapizadas con terciopelo rojo y suave que
estuvieron presentes en la declaración de amor de cientos de jóvenes como
Alonso ahora ardían sin flama, humo negro y denso salía de las ventanas
destrozadas y la puerta parcialmente aplastada que nunca más dejaría salir el
dulce y amargo aroma de aquel café tan concurrido y famoso.
Más adelante, en la
zona habitacional de clase media, podía ver a lo lejos como los edificios donde
cientos de familias Vivian, ya no eran más que un montón de escombros en el
suelo. No quedaba nada que permitiera reconocer el lugar más que un viejo
letrero de hierro forjado donde decía el nombre del terreno y “la promesa” del
gobierno a seguir creando lugares seguros como ese. Alonso avanzó entre los
escombros, aquí y allá se veían restos de sillas, camas, televisores y radios,
todo destruido, aplastado y ensangrentado. Decenas de maletas estaban regadas
por todo el lugar, como si aun esperaran a que sus dueños las recogieran y se
las llevaran a un lugar seguro; los automóviles con las cajuelas abiertas parecían
esperar una carga que jamás llegaría.
Todo se había detenido en
ese lugar. Las personas que alegremente compartían chismes y bromas no
regresarían jamás, los juguetes que se mantuvieron a salvo dentro de un cofre
de juguete que cayó a la acera nunca más serían usados por su dueño, había muñecas
tiradas, un pequeño carrito de acero color rojo que había salido volando hasta
un homónimo de talla original.
Tomó una de las
muñecas, la más vieja y maltratada de todas. Era una pequeña muñequita de
trapo, con cabellos de estambre y ojos de botón negro azabache, estaba cubierta
con una leve capa de ceniza y tierra que opacaba el color brillante de su
vestidito azul. Fue hacía el carro de juguete y lo sostuvo un momento. Pese a
los rayones en las puertas y en el techo sobre su pintura de un rojo granate,
aun mantenía esa belleza que solo los juguetes con esencia de su dueño podían transmitir.
¿Qué había hecho? ¿Por
qué no estuvo ahí para protegerlos? Su amada familia, sus amigos, su trabajo,
todo había sido destruido, todo aniquilado…Todos asesinados. Cayó de rodillas y
lagrimas comenzaron a salir de sus ojos oscuros como dos granos de café, sus
manos apretaban la pequeña muñeca y el carrito de juguete, los sujetaba con
vehemencia, esperando que en cualquier comento pudiera escuchar las risas de
sus hijos, la llamada de su mujer, los gritos de alegría de sus amigos o el monótono
sonido de las maquinas de escribir.
Pero solo escuchaba el
silbido burlón del viento, solo podía escuchar como pasaba rozando los restos
de los edificios y alborotando la tierra y restos de vidrio en el piso. La
sangre que yacía en el pavimento parecía ser negras manchas de aceite espeso y
asqueroso que producía un aroma desquiciante para Alonso. De pronto, escuchó
una risa angelical viniendo de los escombros del edificio, después esta risa se
multiplico por dos: una risa parecía ser fuerte, aguda y resonante; la otra muy
queda, tranquila y pacífica. Se levantó con los ojos desorbitados y sonriendo
con demencia, mientras las lagrimas seguían corriendo por sus mejillas.
Aun con los juguetes en
las manos se acercó tambaleante a donde escuchaba aquellas risas, pero, cuando
estaba a punto de llegar, cesaron de golpe, incluso el viento dejo de escucharse
y Alonso solo podía percibir el sonido de sus palpitaciones golpeándole los tímpanos.
Giró la cabeza de un lado a otro, buscaba otra fuente de sonido, la que fuera,
incluso el más pequeño susurro que lo guiara de nuevo a su felicidad. Súbitamente,
a sus espaldas, escuchó un susurro que parecía decir “Alonso, mí Alonso…”.
Se volvió y de nuevo,
en sus espaldas volvió a escuchar “Alonso, amado mío…”. Corrío hacia los restos
del edificio a sus espaldas y se lanzó sobre la firme roca, -¿Dónde? ¿Dónde están?
¡Necesito saberlo!-, de nuevo podía escuchar el susurro del viento, esa melodía
burlona que no dejaba de repetir. Alonso sintió que su corazón se salía de su
pecho, comenzó a golpear la dura piedra con los puños que aun sostenían los
juguetes con tal fuerza que podía sentir como la carne se desgarraba, escuchaba
como su sangre comenzaba a formar un pequeño charco en la roca y sus puños
chapoteaban en ella.
Podía sentir que sus
nudillos se rompían y que comenzaba a perder las fuerzas en las manos, pero no
le importó, siguió golpeando la roca hasta que ya no pudo más y soltó los
juguetes mientras lloraba y jadeaba. Se arrodilló y miró el cielo grisáceo, -¿Dónde?
¿Dónde están? Por favor, por favor, quiero saberlo, debo saberlo. ¡Necesito
saberlo!
-Si quieres saberlo
entonces sigue mi voz-. Alonso se levanto y miró a todos lados, no había nadie,
nadie podía haber pronunciado esas palabras. Su mente mentía, le hacía escuchar
cosas que no existían.
-Te llevaré con ellos,
solo tienes que hacer lo que yo diga, sabes que quieres hacerlo. Necesitas
hacerlo.
-¿En cerio me llevaras
a donde ellos están?
-Te llevaré lo más
cerca posible, verlos dependerá de ti, dependerá de que tan fuerte seas y que
tanta confianza te tengas-. Alonso sonrió como nunca lo había hecho, seguiría las
instrucciones al pie de la letra si eso le permitía verlos de nuevo. Corrió al
edificio de enfrente y pateó la única puerta que quedaba en pie, la voz decía
que se adentrara tanto como pudiera en los escombros y así lo hizo Alonso,
esquivó sillas destruidas, televisores que estaban volcados despidiendo chispas
por la reventada pantalla, saltó escaleras derrumbadas y saltó sobre lo que
parecían ser cadáveres de gente que no había logrado salir.
Pero nada de eso
importaba, eso no tenía ninguna importancia ya, solo quería verlos, escucharlos
de nuevo, aunque fuera la última vez, verlos y poder sonreír con ellos. Escuchó
el cemento ceder en una parte cercana, quizá un departamento contiguo había finalmente
colapsado completamente. Se le acababa el tiempo, debía llegar pronto, verlos
de nuevo y sacarlos antes de que todo cayera ante el peso del mismo edificio.
Llegó a un cuarto donde
el techo había caído casi en su totalidad, exceptuando una pequeña parte oscura
que era sostenida por una viga base desquebrajada y vieja. Alonso atravesó la
estancia como un bólido hasta ese punto, esperando ver a su familia acurrucada,
tal vez durmiendo, con cortes, golpes o luxaciones, pero vivos.
Sin embargo, al llegar
solo vio basura, escombros y un pequeño radio con la antena doblada en un ángulo
extraño.
-¡Me mentiste! ¡Ellos
no están aquí!
-No mentí, te prometí
que te llevaría lo suficientemente cerca de ellos, verlos dependería de tu decisión,
de tu coraje y de tu confianza. Ahora dime Alonso ¿Le tienes miedo a la
muerte?-, la voz comenzó a reir con locura, Alonso estaba asustado, estaba
temblando y comenzó a sentir de nuevo el dolor de sus manos destrozadas, la
risa le perforaba los tímpanos y no paraba de retumbar por todos lados. En ese
momento miró la pequeña radio y su cubierta ligeramente cromada en las bocinas.
Veía algo en el
reflejo, era su reflejo. El era quien reía, el estaba sonriendo y tenía la
mirada desorbitada. Sus ojos cafés brillaban con locura y su rostro estaba
desencajado, una mezcla de pánico y alegría se mesclaban en su rostro mientras
las lágrimas de risa y dolor inundaban su rostro. No pudo soportarlo más y
pateo la radio lo más lejos que pudo.
-¡Te odio! ¡Maldito
seas!
-Estas maldiciéndote a
ti mismo. Además, te odias, ¿no es eso gracioso?-, comenzó a patear las
paredes, con sus manos destrozadas trataba de arrancarse la ropa y en su
arranque de ira y dolor dio una patada a la viga desquebrajada y el techo
comenzó a desquebrajarse y caer.
-¡Sí! ¡Ahora morirás y
los veras! ¿No era eso lo que deseabas?- Siguió riendo como demente, y dio otra
patada a la viga. El techo comenzó a crujir y grandes trozos de roca comenzaron
a caer y a sepultar todo…Incluido Alonso.
Mientras perdía la
conciencia, Alonso aun escuchaba las risas, los susurros y los gritos de alegría.
Sobre su cabeza aun había un pedazo de techo que aun no había caído, pero que
temblaba peligrosamente. Cuando la loza se desprendió Carlos cerró los ojos y
antes de que el ruido sordo de la roca arrancará el último aliento de aquel
desdichado hombre pudo escucharse un ligero y casi inaudible “gracias”, mientras un fuerte
viento soplaba fuera del edificio volcando la pequeña muñeca de trapo y
haciendo que el cochecito de juguete rodara hasta caer en una grieta y perderse
en la oscuridad.