Era una noche
cualquiera, un aire cálido rondaba por las calles llenándolas de susurros y
ambientándola para la historia que estaba por tomar lugar en estas calles. Una
sombra rondaba las esquinas, pasaba veloz bajo las luces de los faroles,
mientras el viento seguía corriendo de un lado al otro, como si montara una
guardia espectral para proteger a aquel hombre que había padecido tantos
sufrimientos en su vida.
Al fin, la sombra se
detuvo frente a un gran portal de madera negra y desgastada que parecía haber
soportado todas las inclemencias naturales y humanas. Entre las finas figuras
talladas sobre ella se encontraban raspones, cortes y marcas que parecían ser
de bala; los picaportes, que antes solían ser de un brillante bronce, ahora
estaban ennegrecidos por la contaminación, las lluvias y el descuido.
El hombre tocó tres
veces, adentro se escucho un movimiento de cadenas, pestillos girando, seguros
siendo retirados y finalmente un gran cuerpo solido siendo puesto en el suelo
pesadamente antes de que la puerta quedara completamente abierta. En el
interior del edificio se veía a la persona que abrió la puerta, un hombre con
la piel extrañamente blanca, casi parecía ser una calavera, pues sus ojos eran
saltones, grandes y parecían a punto de caer del rostro de aquel aterrador
hombre; su nariz era pequeña, respingada y delgada, lo que acentuaba su aspecto
perturbador.
En ese momento el
viento paró en seco, dejo de sentirse aquella cálida brisa en toda la ciudad y
fue remplazado por un aire estancado y frio, parecía que el viento sabía lo que
vendría y trataba de advertir a las durmientes féminas de la ciudad, pero su
advertencia no fue sentida por ninguna persona, ni la mas mínima muestra de
emergencia se escuchó en alguna casa.
El hombre demacrado
sonrió y dejó ver unos dientes afilados, blancos como el papel más fino de
escritura y brillantes como cristales pulidos. Se hizo a un lado y la otra
persona entro en el lugar, mostrándose por primera vez a la luz para su
anfitrión. Un hombre alto, moreno y de cabello negro azabache y lacio; sus ojos
rasgados y centellantes parecían dos piscinas llenas con miel clara y pura,
rodeadas de una fina capa de ébano y por fuera marfil claro surcado apenas por
unas pequeñas marcas rojas casi imperceptibles.
-¿Cómo esta? Joven
Charles-, El anfitrión de la casa miró al joven de arriba abajo a Charles
fijándose en su chaqueta de cuero marrón, sus zapatos de cuero a juego y su
corbata de un tono beige sobre su camisa blanca e impecable. Sonrió de nuevo,
mucho más abiertamente y prosiguió;- ¿Está seguro de querer continuar con
nuestro trato? Recuerde que el costo es muy elevado, y su pedido…No es muy
ortodoxo, puede costar aun más-. Charles lo miró fijamente, mientras por su
mente pasaban las escenas de su más profundo deseo, no podía ya echarse para
atrás, sus deseos eran más grandes que su voluntad y tiraban de él hacía la
pura saciedad entera de sus pasiones.
-Estoy seguro, el costo
no importa, solo dígame que lo hará, por favor. Pagaré lo que sea necesario y
si necesita algo yo se lo traeré, solo dígame que necesito hacer.
El hombre sonrió
abiertamente y de sus labios surgió levemente una lengua puntiaguda que los
acarició y humedeció levemente, mientras sus blanquecinas y huesudas manos se
frotaban con ansias.
-Bien, entonces creo
que comenzaremos con el trabajo ahora mismo.
-Espere, aun no me ha
dicho el precio.
El hombre lo miró con
tranquilidad y con una voz entre cortada por una risa débil respondió
solamente;- A su tiempo entenderá usted el costo.
Charles no recordaba
mucho de aquella noche, no sabía que había pasado, a su cabeza llegaban
continuamente imágenes entrecortadas, donde veía a aquel hombre riéndose
mientras él estaba de rodillas, otras donde se veía a sí mismo estrechando la
mano huesuda de aquel hombre y sentía un calor recorriendo todo su cuerpo,
seguido de una sensación helada que quemaba cada milímetro de su piel. Todo
eran cuadros difusos, solo recordaba las últimas palabras de aquel hombre antes
de que lo sacara de aquel edificio, “Joven Charles, ha tomado la decisión que
cambiará su forma de vida. No se preocupe, usted encontrará la manera de lograr
su cometido”.
Charles seguía
caminando, su cabeza palpitaba y lo único que deseaba era aquel delicioso café
que servían en “La Casita”, un modesto pero muy alegre restaurante en el centro
de la ciudad, no era un lugar turístico, por lo que la tranquilidad casi
siempre reinaba en ese pequeño establecimiento. Sus paredes estaban cubiertas
casi por completo de retratos de famosos actores y actrices de la época dorada,
muchas de ellas autografiadas y otras cuantas tomadas con el viejo dueño del
lugar.
Tomó asiento en un
lugarcito del rincón y esperó con el rostro entre las manos, en su cabeza las
imágenes de la noche anterior pasaban desordenadamente frente a él y le
provocaban una oleada de mareos y nauseas. No podía creer que había hecho esa
estupidez y, peor aún, había creído en aquel extraño sujeto, un trato del cual
no estaba seguro que se cumpliría, un pago que ni siquiera sabía cómo sería.
-¿Puedo tomar su
orden?- le preguntó una melodiosa voz que lo sacó de sus cavilaciones, Charles
levantó la mirada y quedó anonadado ante la mujer que estaba frente a él; era
de piel blanca y limpia, sin ninguna peca que manchara ese rostro, ojos color
jade, grandes y perfectamente enmarcados por unas bellas y largas pestañas
ligeramente rizadas; por si eso fuera poco, tenía una cabellera color dorado y
larga hasta los hombros. Charles simplemente quedó estupefacto ante aquella
belleza, las palabras no querían salir de su boca y su cuerpo no respondía.
-¿Señor? ¿Le sucede algo?- Súbitamente Charles salió de su trance y sintió como
se sonrojaba ante aquella mujer,- No, nada. Por favor, tráigame un café cortado
y una orden de pan tostado.
-Claro, ¿no desea un
desayuno con su orden?
-No, gracias, así está
bien-. La chica sonrió, dio media vuelta y se encaminó hacia la barra de la
cocina. Mientras lo hacía, Charles pudo constatar lo hermosa que era en todo
sentido, su cuerpo parecía ser el de una musa griega, enmarcado por el uniforme
color beige del uniforme; unas delicadas medias cubrían sus largas y bien
torneadas piernas, como dos pilares de mármol blanco cubiertos por una fina
capa de tela transparente.
No pudo evitar
fantasear con ella mientras atendía las demás mesas, cada sonrisa, cada
delicado movimiento de su mano sobre el papel, hasta el más discreto de sus
movimientos de cadera despertaba en Charles una sensación de deseo. No podía
dejar de pensar en ella así, de desearla solo para él, de tenerla únicamente
para sus más fervientes deleites.
Se levantó de golpe y
con paso presuroso se dirigió al servicio, una vez dentro se enjuagó la cara
con agua fría y se miró al espejo, ¿Desde cuándo? ¿Hacía cuanto que él pensaba
ese tipo de cosas? Una parte de su mente lo hacía sentirse sucio, impuro y
desagradable; pero otra lo hacía pensar en el cuerpo de aquella joven, dirigía
toda su imaginación a su cuerpo sensual, a sus carnosos labios y a esas dos
joyas color verde de sus ojos. -¿Algún problema Charles?- Una voz familiar lo
hizo saltar y girarse rápidamente, frente a Charles se encontraba aquel hombre
misterioso y fantasmal de la noche anterior.
-¿Por qué esa cara de
contrariedad, joven Charles? No me dirá que pensó que no nos volveríamos a ver
¿O sí?