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3 de junio de 2012

Deseos Desmedidos (Capitulo I)


Era una noche cualquiera, un aire cálido rondaba por las calles llenándolas de susurros y ambientándola para la historia que estaba por tomar lugar en estas calles. Una sombra rondaba las esquinas, pasaba veloz bajo las luces de los faroles, mientras el viento seguía corriendo de un lado al otro, como si montara una guardia espectral para proteger a aquel hombre que había padecido tantos sufrimientos en su vida.
Al fin, la sombra se detuvo frente a un gran portal de madera negra y desgastada que parecía haber soportado todas las inclemencias naturales y humanas. Entre las finas figuras talladas sobre ella se encontraban raspones, cortes y marcas que parecían ser de bala; los picaportes, que antes solían ser de un brillante bronce, ahora estaban ennegrecidos por la contaminación, las lluvias y el descuido.
El hombre tocó tres veces, adentro se escucho un movimiento de cadenas, pestillos girando, seguros siendo retirados y finalmente un gran cuerpo solido siendo puesto en el suelo pesadamente antes de que la puerta quedara completamente abierta. En el interior del edificio se veía a la persona que abrió la puerta, un hombre con la piel extrañamente blanca, casi parecía ser una calavera, pues sus ojos eran saltones, grandes y parecían a punto de caer del rostro de aquel aterrador hombre; su nariz era pequeña, respingada y delgada, lo que acentuaba su aspecto perturbador.
En ese momento el viento paró en seco, dejo de sentirse aquella cálida brisa en toda la ciudad y fue remplazado por un aire estancado y frio, parecía que el viento sabía lo que vendría y trataba de advertir a las durmientes féminas de la ciudad, pero su advertencia no fue sentida por ninguna persona, ni la mas mínima muestra de emergencia se escuchó en alguna casa.
El hombre demacrado sonrió y dejó ver unos dientes afilados, blancos como el papel más fino de escritura y brillantes como cristales pulidos. Se hizo a un lado y la otra persona entro en el lugar, mostrándose por primera vez a la luz para su anfitrión. Un hombre alto, moreno y de cabello negro azabache y lacio; sus ojos rasgados y centellantes parecían dos piscinas llenas con miel clara y pura, rodeadas de una fina capa de ébano y por fuera marfil claro surcado apenas por unas pequeñas marcas rojas casi imperceptibles.
-¿Cómo esta? Joven Charles-, El anfitrión de la casa miró al joven de arriba abajo a Charles fijándose en su chaqueta de cuero marrón, sus zapatos de cuero a juego y su corbata de un tono beige sobre su camisa blanca e impecable. Sonrió de nuevo, mucho más abiertamente y prosiguió;- ¿Está seguro de querer continuar con nuestro trato? Recuerde que el costo es muy elevado, y su pedido…No es muy ortodoxo, puede costar aun más-. Charles lo miró fijamente, mientras por su mente pasaban las escenas de su más profundo deseo, no podía ya echarse para atrás, sus deseos eran más grandes que su voluntad y tiraban de él hacía la pura saciedad entera de sus pasiones.
-Estoy seguro, el costo no importa, solo dígame que lo hará, por favor. Pagaré lo que sea necesario y si necesita algo yo se lo traeré, solo dígame que necesito hacer.
El hombre sonrió abiertamente y de sus labios surgió levemente una lengua puntiaguda que los acarició y humedeció levemente, mientras sus blanquecinas y huesudas manos se frotaban con ansias.
-Bien, entonces creo que comenzaremos con el trabajo ahora mismo.
-Espere, aun no me ha dicho el precio.
El hombre lo miró con tranquilidad y con una voz entre cortada por una risa débil respondió solamente;- A su tiempo entenderá usted el costo.
Charles no recordaba mucho de aquella noche, no sabía que había pasado, a su cabeza llegaban continuamente imágenes entrecortadas, donde veía a aquel hombre riéndose mientras él estaba de rodillas, otras donde se veía a sí mismo estrechando la mano huesuda de aquel hombre y sentía un calor recorriendo todo su cuerpo, seguido de una sensación helada que quemaba cada milímetro de su piel. Todo eran cuadros difusos, solo recordaba las últimas palabras de aquel hombre antes de que lo sacara de aquel edificio, “Joven Charles, ha tomado la decisión que cambiará su forma de vida. No se preocupe, usted encontrará la manera de lograr su cometido”.
Charles seguía caminando, su cabeza palpitaba y lo único que deseaba era aquel delicioso café que servían en “La Casita”, un modesto pero muy alegre restaurante en el centro de la ciudad, no era un lugar turístico, por lo que la tranquilidad casi siempre reinaba en ese pequeño establecimiento. Sus paredes estaban cubiertas casi por completo de retratos de famosos actores y actrices de la época dorada, muchas de ellas autografiadas y otras cuantas tomadas con el viejo dueño del lugar.
Tomó asiento en un lugarcito del rincón y esperó con el rostro entre las manos, en su cabeza las imágenes de la noche anterior pasaban desordenadamente frente a él y le provocaban una oleada de mareos y nauseas. No podía creer que había hecho esa estupidez y, peor aún, había creído en aquel extraño sujeto, un trato del cual no estaba seguro que se cumpliría, un pago que ni siquiera sabía cómo sería.
-¿Puedo tomar su orden?- le preguntó una melodiosa voz que lo sacó de sus cavilaciones, Charles levantó la mirada y quedó anonadado ante la mujer que estaba frente a él; era de piel blanca y limpia, sin ninguna peca que manchara ese rostro, ojos color jade, grandes y perfectamente enmarcados por unas bellas y largas pestañas ligeramente rizadas; por si eso fuera poco, tenía una cabellera color dorado y larga hasta los hombros. Charles simplemente quedó estupefacto ante aquella belleza, las palabras no querían salir de su boca y su cuerpo no respondía. -¿Señor? ¿Le sucede algo?- Súbitamente Charles salió de su trance y sintió como se sonrojaba ante aquella mujer,- No, nada. Por favor, tráigame un café cortado y una orden de pan tostado.
-Claro, ¿no desea un desayuno con su orden?
-No, gracias, así está bien-. La chica sonrió, dio media vuelta y se encaminó hacia la barra de la cocina. Mientras lo hacía, Charles pudo constatar lo hermosa que era en todo sentido, su cuerpo parecía ser el de una musa griega, enmarcado por el uniforme color beige del uniforme; unas delicadas medias cubrían sus largas y bien torneadas piernas, como dos pilares de mármol blanco cubiertos por una fina capa de tela transparente.
No pudo evitar fantasear con ella mientras atendía las demás mesas, cada sonrisa, cada delicado movimiento de su mano sobre el papel, hasta el más discreto de sus movimientos de cadera despertaba en Charles una sensación de deseo. No podía dejar de pensar en ella así, de desearla solo para él, de tenerla únicamente para sus más fervientes deleites.
Se levantó de golpe y con paso presuroso se dirigió al servicio, una vez dentro se enjuagó la cara con agua fría y se miró al espejo, ¿Desde cuándo? ¿Hacía cuanto que él pensaba ese tipo de cosas? Una parte de su mente lo hacía sentirse sucio, impuro y desagradable; pero otra lo hacía pensar en el cuerpo de aquella joven, dirigía toda su imaginación a su cuerpo sensual, a sus carnosos labios y a esas dos joyas color verde de sus ojos. -¿Algún problema Charles?- Una voz familiar lo hizo saltar y girarse rápidamente, frente a Charles se encontraba aquel hombre misterioso y fantasmal de la noche anterior.
-¿Por qué esa cara de contrariedad, joven Charles? No me dirá que pensó que no nos volveríamos a ver ¿O sí?
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